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Al estar invitado por primera vez a una subasta en Christie’s, se amontonan un remolino de imágenes a la cabeza que todos hemos visto en televisión, leído en los periódicos o disfrutado en el cine. “Hay dos salas” decía el email – “En la principal tienen puesto reservado los pujantes. Una vez empezada la subasta les intentarán acomodar entre ellos si hay espacio, mientras tanto pueden seguir la función desde una sala contigua”, no sabía lo que iba a encontrarme porque una cosa es verlo desde la pantalla y otra, muy distinta, participar como testigo.

Desde la parada más cercana del metro, la de Green Park, tropezamos con uno de los hoteles más exclusivos de la ciudad, el Ritz, lo que nos advierte que estamos en una zona diferente. El bullicio de turistas se pierde en Picadilly circus, no lejos de allí, para dar paso a las galerías de arte y joyerías que rodean las manzanas colindantes, preludio del edificio imponente que es la sede de Christie’s desde el siglo XVIII.

Unos sonrientes porteros nos abren la puerta mientras nos dan la bienvenida, y entramos en un hormiguero de gente en el hall recogiendo los catálogos y registrándose como participantes. Las entradas, elegantemente reservadas en un sobre, son entregadas por unas azafatas amabilísimas. Ante nosotros se presentan las suntuosas escaleras que nos llevan a la sala de subastas, precedidas por una barrera de miembros de la organización que nos reciben muy agradables. Nadie comprueba las entradas pero, discretamente, las tenemos que mostrar para abrir esa cadena humana que da paso al primer escalón, que subimos con la intención de pasar desapercibidos envueltos en el atuendo elegante que requiere el “dress code” de la velada. Esta primera aduana sirve para advertir que el azar no tiene cabida, nada es brusco o forzado y el cuidado por el detalle es exquisito.

Las escaleras de madera envueltas en una moqueta fina de color café con leche nos trasladan hasta una estancia de paredes gris oscuro, techos altísimos, luces tenues y relajantes en el que se ofrecen bebidas no alcohólicas, se velan armas para la batalla que tendrá lugar unos minutos más tarde.

Este espacio diáfano, en el que aparecen dos obras que serán subastadas para abrir el apetito, de Le Corbusier y Paul Delvaux, une a los vendedores y compradores. Percibimos que hay personal de Christie’s, en un mimético color oscuro, que reciben a los clientes habituales y se aseguran que se sientan cómodos, mientras escrutan al resto de los presentes. Seguramente se demandan si están dentro de la lista que habían preparado con antelación o si aparecen de improviso: hay que minimizar en la medida de lo posible las sorpresas y mantener el control, hay demasiado en juego.

Durante la espera se nos presenta un señor altísimo y muy elegante que, con una sonrisa cálida, nos pregunta si estamos allí para comprar alguna obra. Después de los prolegómenos de rigor, nos desvela que es el artesano que construye y conserva las decoraciones del carruaje de la reina de Inglaterra, trabajando para monarquía inglesa desde que tenía 22 años, es amigo de la casa real, vive en Australia y visita la ciudad varias veces al año. Al notar movimiento nos despedimos al percibir que está a punto de comenzar la subasta.

Entramos en la sala principal, sacrificando una silla, para seguir de pie pero en directo la subasta de obra impresionista y de arte moderno que se presenta esa noche. Entre las obras estrella, que encontramos colgadas en los ángulos estratégicos que rodean la sala, aparecen un Monet, un Picasso y una obra del cubista Juan Gris, entre otros muchos artistas consolidados catalogados que prometen emociones fuertes.

Las primeras filas están ocupadas por coleccionistas o apoderados que están colocados en estos simbólicos asientos de privilegio y a los lados, separados por unos tablones a modo de barreras en una plaza de toros, encontramos a los delegados o representantes de coleccionistas, empresas o inversores que prefieren permanecer en el anonimato pero que siguen la velada en tiempo real. Sus teléfonos echan humo ya desde antes de que el maestro de ceremonias, el finlandés presidente de Christie´s Europa Jussy Pylkkänen, suba a su púlpito. Una pantalla nos permitirá seguir el ritmo de las apuestas en diferentes monedas, aunque el diálogo se establecerá en libras esterlinas, y aparecerán fotografiadas las obras que no estén presentes por diferentes motivos, sobre todo cuando se trate de esculturas.

Un breve silencio es la antesala del inicio, frenético, al que la falta de costumbre o la rapidez nos impide seguir las manos que se levantan disimuladamente para una puja que sube vertiginosamente en cada obra.  Empieza el baile de silencios, de tempos y diálogo mientras pasan delante de nuestros ojos presentados con guante blanco dibujos de Van Gogh, estilizadas esculturas de Giacometti o elegantes óleos de Cezanne. Los escalones entre apuestas y apuestas se suben dependiendo de la cifra estimada, de veinte mil en veinte mil hasta llegar a apuestas que cambian de cifra singularmente, tres, cuatro, cinco, seguidas en realidad por seis millonarios ceros.

El primer Giacometti alcanza los cinco millones y, en medio del frenesí, me detengo a pensar que estamos hablando de cifras astronómicas que aquí se suman como si se tratase de calderilla. Me da vértigo pensar la diferencia entre este mundo y el de una persona de la calle,  para la que alcanzar una de estas cantidades debería trabajar meses, años o incluso vidas. Visto desde la parte de los coleccionistas se hace incomprensible que se pueda vivir con tan poco para ellos, hasta el punto que seguramente sería fácil simplemente prescindir de un sueldo normal y no trabajar por una cantidad tan insignificante. Este contrasentido me ajena de la disputa por las obras que continúa y me hace remontarme a la historia de estos comerciantes y pensar que el método de puja, todavía en el siglo XXI, mantiene las usanzas de hace trescientos años, con la diferencia de teléfonos y pantallas que nos llevan a la realidad contemporánea.

El conductor de la velada es un personaje magnífico que mide perfectamente las palabras, pausas, movimientos convirtiéndose contemporáneamente en orador, político, sacerdote confesor, director de orquesta o incluso un mago cuya varita es el martillo de madera que cierra las ventas. Todo sirve para vender, esa es la finalidad que su sincera cortesía envuelve, engordar las sumas para aumentar el beneficio y generar negocio para los vendedores y la institución; aunque a los meros testimonios nos parezca divertido y adrenalínico participar del intercambio de golpes, lo que está en juego en el aula es mucho. Mira a los pujantes, coquetea con ellos, los sigue e instiga llevando siempre la batuta hasta que restringe el cerco y fija el objetivo, los contrincantes se retiran en una selección pecuniaria que deja la primera lucha entre dos apostantes cuyas armas son los millones y que hace que se masque la tensión en la sala. El maestro de ceremonias la acentúa levantando varias veces el martillo de madera que más de una vez parece sentenciar el combate, para seguir subiendo y aumentando el riesgo. Para los dos contendientes distraerse es perder la obra y Jussi Pylkkänen  lo recuerda con una frase que repite constantemente ante la duda: “Its not yours…”. Con una mirada entre inocente y tentadora instiga a seguir dentro, a no perder el camino recorrido, a apretar los dientes y seguir instrucciones o su instinto. Es la “Nature morte à la nappe à carreaux” de Juan Gris que se bate en la cifra récord de 34.8 millones de libras esterlinas, casi 42 millones de euros seguido de una exclamación de admiración entre los presentes.

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Juan Gris. Nature morte à la nappe á carreaux. 1915

Sin dar tiempo a la recreación, el moderador sigue con la subasta con su insistente “I´m selling…” y con su movimiento de manos y brazos con los que dirige la mirada, hipnotizando a un público entregado. A los coleccionistas habituales los llama por su nombre, les aconseja con movimientos de cabeza y sus manos se mueven en una danza que les recuerda, con su “you are bidding…”, que están dentro del juego, sitúa a los contrincantes, les localiza con la mirada y sus aseveraciones en la sala, para que ellos mismos se sitúen, sepan quién quiere algo que ellos desean, mientras los millones caen y el público disfruta. Los números se repiten en diferente ritmo, lento cuando quiere sellarlos en la mente y despejar las dudas o rápidos cuando ha encontrado un torrente vertiginoso de manos que se levantan. Las piezas, que en este punto de la velada se consideran menores aunque se vendan a decenas de miles de esterlinas, se baten rápidamente, no hay tiempo que perder ya que las energías se sabe que ya no abundan y no puede decaer el compás.

Una pausa, que marca el fin de la subasta de impresionistas, calma los ánimos y nos devuelve a la realidad porque el final está próximo y el pescado casi vendido. Un respiro y al reanudarse se ha pasado del impresionismo al surrealismo donde Magritte es la estrella principal, sus finas pinceladas y enigmáticos óleos se presentan orgullosos frente a los compradores ávidos de alguna ganga. Si bien la noche todavía nos presenta algunas pujas emocionantes, como la disputa por la compra de un óleo de Joan Miró, poco a poco llega el final, el despertar de un sueño.

Todos se retiran satisfechos y nosotros nos encontramos con nuestra realidad, al salir del edificio la lluvia nos sorprende y no hay ningún chófer esperándonos a la puerta. El metro nos traslada a lo que somos y a pensar en lo vivido, comentándolo como a la salida del cine. Por una noche hemos conocido otra realidad de cerca, la del arte y el mercado. La obra vista como un objeto precioso y único que necesita ser poseído, en el alma de los coleccionistas e inversores, más allá del valor estético y emocional, del filtro a través del cual pasa la vida de un artista, su técnica, una sociedad o un periodo determinado se halla ese objeto que tiene el valor que tanto buscan, la exclusividad y unicidad que lo magnifica. Pero en realidad una pregunta queda en el aire ¿Cuál es el verdadero valor del arte?